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domingo, 4 de abril de 2010

Todos alguna vez mentimos. A todos alguna vez nos mintieron. Pero para mi, y creo que no soy la única, que nos mientan se siente amargo. No importa cuan chiquita o grande sea esa mentira, ni con que la comparemos, nunca va a ser insignificante. En todas, y de alguna manera, nos engañaron. Porque mentir es eso, es engañar, traicionar la confianza del otro, sobrepasar los límites.
Pero, SIEMPRE, tarde o temprano uno se desengaña, abre los ojos.
Y creanme que eso duele. Estar engañado y luego conocer la verdad es como estar en la oscuridad y de repente salir a la luz, una luz que te encandila, y no necesariamente porque esa verdad sea cruda, si no por el hecho de saber que nos hicieron creer algo que nunca existió.
Ahora bien, hay algo que se llama confianza. Si uno la tiene, entonces tiene seguridad. Pero las mentiras la desgastan, la destruyen. Y cuando se pierde, uno se siente sin armas, desprotegido, porque sabe, tiene la certeza, que lo van a engañar.
Cuando nos mienten y nos vuelven a mentir las veces necesarias,
hasta el mismo aire se nos torna falso. Y ahí es cuando se pone en peligro la confianza, ahí es cuando no la sentimos.
Y ahí nos perdemos.

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